En esas noches de fin de año de 1975, Morita y Charlie se
escondían en cualquier lugar que les ofreciera auxilio. A ella no le era lícito involucrar a
su familia, radicales tradicionales de principios de siglo, con su militancia
en la Universidad, su repentina transferencia a una fábrica en Garín y su
pasaje a la clandestinidad.
Siempre recordaría a Quitito decirle como en un escupitajo
cruel: “ Mocosa de mierda, ¿ No le
basta a usted con los disgustos que ha tenido Papito con Machaca y Copete? ¿ Quiere
matarlo, después de haber sufrido la muerte de la pobre Finita?, y a Machaca
atrás gritándole: “ ¡ Qué disgustos, a
ver, amargado de mierda? “ y a Copete con los ojos vidriosos mirándole el
contoneo de las caderas a Antonia, insistiendo, además, en callar que Blanca
era su hija; el cobarde….. el cagón de
copete, la tilinga de machaca, el conservador de Quitito…..Mamita y su modo de
dirigirse a Antonia, con el “Che, estúpida” a cada minuto mientras la otra se
apuraba por cumplir con el único destino que no le estaba vedado: servir en la
casa Arias Guevara como si fuera una esclava mulata de la colonia.
Cuando entró en Filosofía, se encontró con un mundo que
había sido apenas mentado superficialmente por sus mayores. Todos los nombres,
sí; todos los libros, sí; pero sólo una ligera representación de sus doctrinas,
que a ella, a fuerza de leerlas íntegramente, la hacían sufrir de tanto comprenderlas.
Y descubrió que Charlie era mejor que el resto,
indudablemente. Sucio, mal vestido, con acento provinciano, Charlie iba
imprimiéndole a las palabras una naturalidad que aclaraba su discurso, y cada
cosa que él decía, a ella se le incrustaba en la mente y de allí no salía más,
al punto de encontrar que cada almuerzo
en Tortuguitas era una ocasión propicia para largar “el pueblo”, “ la burguesía
nacional”, “ los cipayos”, “el pueblo en armas” como si hablara de Sábados
Circulares de Mancera.
Los hermanos de Morita hablaban más fuerte de otras cosas
para taparla, pero ella insistía hasta que Bernardo Arias Guevara daba un
puñetazo en la mesa y se hacía un silencio similar a los que anteceden a una gran
tempestad, en la que los pájaros dejan de cantar y esperan el vendaval.
Así, Morita llegó a la conclusión de que debía iniciar un
exilio interno que la llevaría a un dolor más profundo que el saberse fuera de
la clase a la que defendía. El desconsuelo de sentirse ilícito dentro de las
propias ideas, las pocas que la hacían diferenciarse de su familia y que la
llevaban al amor con Charlie, que le hablaba de un futuro no muy lejano en que
toda la humanidad estaría hermanada después de combatir el capitalismo salvaje
que marcaba esas diferencias de clase que a ella la hacían despertar cada
mañana como si estuviera en una cama equivocada.
En cama equivocada o no; con conflictos gravísimos con su
familia quien la acusaba de mala hija y de aprovechadora; de ignorante, de
desagradecida y puta, Morita jamás tuvo, en toda su vida terrena, una emoción
mayor que la que le provocaba la sola vista de la figura de Charlie.
Lo amó de un modo extremo, siempre en peligro; con raptus de
locura, entre basurales, armas peligrosamente caseras, mimeógrafos y aerosoles
de pintura roja. Lo amó más allá de sí misma y de él, entre oportunistas
militantes universitarias que sólo levantaban las clases para acceder esa noche
a su cama, mientras ella se pelaba los dedos tipeando documentos que escribía
febrilmente y que defendía con el alma, los repetía hasta la desesperación y la
iban alejando cada vez más de la vida que estaba pactada para ella. Una chica
bien.
Un día, Charlie se murió.
Apareció acribillado en un descampado de José C. Paz, y se
publicó una foto obscena en la que parecía relucir más en su pecho una cadenita
de alpaca que ella le había regalado con una M. Casi una usurpación criminal….Esa
medallita con la M no debía estar allí, en la foto del diario. ( el día en que
se la regaló, él se rió un poco y le dijo que le quedaban restos de ritos
cristianos. Ella no estuvo de acuerdo, y se quejó de que se lo había comprado a
un drogón amigo que tenía un puesto en Plaza Francia. Él le contestó que era lo
mismo, pero sin embargo, se la dejó puesta para siempre, hasta el día en que se
murió y la medalla estaba más viva que él, reluciente y nítida en su cuello inerte.
Con la noticia de la muerte de Charlie, la célula que compartían
se replegó. Era febrero del 76. Se desmantelaron casas de reunión, y se
abandonaron planes antagónicos hasta nuevo aviso.
Morita se refugió en Tortuguitas, con sus hermanas mayores.
No olvidaría esa suerte de vacaciones jamás en toda su
existencia. Machaca largaba sin parar un disparate atrás de otro para armar una
escena en que China y Teté la amonestaran como si fuera una demente cruel , de
modo que la menor se olvidara de su duelo y su peligro y, al menos, sonriera un
poco.
No podía, porque la blandura de su mente, de sus miembros y
su voluntad, sólo se modificaba para comer, caminar hasta el baño y tirarse al
sol durante horas, recordando la medallita de alpaca en el cuello muerto de Charlie.
A veces Morita, al acostarse, escuchaba a sus hermanas
susurrar en la cocina y ahogarse en algún sollozo asustado, que la colocaba de
prepo en la contingencia que había elegido para su presente que no estaba avanzando
hacia el futuro esperable, si no a un vacío al que nadie quería ni podía
ponerle nombre.
A principios de Marzo, Bernardo Arias Guevara llegó a
Tortuguitas y se encerró con ella en el cuarto matrimonial, donde ahora dormía
Machaca.
Le avisó que tenía un boleto abierto de avión para Madrid y
que debía ir con él inmediatamente a sacar el pasaporte. Que él iría con ella
como si fuera un viaje de placer, y que, al llegar a Madrid, los estaría
esperando en la Embajada de Suecia un amigo de la familia, a quien Morita
conocía desde chica, que los conectaría con el embajador y que su nueva patria
era Estocolmo. Que ya que había muerto este muchachito y que andaba escapada,
no podía poner a la familia en peligro y que él no tenía corazón para echarla a
la calle. Que tuviera conciencia de que
estaban en buena posición económica pero que el único que ayudaba era Quitito
que tenía ya su familia y que no era cuestión tampoco de andar comprando
boletos de avión como si fueran boletos de trenes para Mar del Plata. Que así y
todo era una enormidad, que estaba en un terrible peligro, que se les partía el
corazón, pero que ella lo había querido así, que no había pensado ni en él ni
en su mamá, ni en sus hermanos que tanto la querían, y que meterse en esas
cosas solamente traía problemas, que le daba mucha pena este muchachito, pero
que maldita la hora en que lo conoció, que le destrozó la vida, encima para
morirse a los veintiún años.
Mientras su padre hablaba, a Morita se le inundaba la cara
de lágrimas que le quitaban las ganas de vivir y le taponaban la nariz al punto
de abrir la boca como un pez que acaba de ser pescado desde una barcaza
invernal. Se le mezclaba la cadenita, los ritos cristianos, la risa de Charlie,
y un día en que su papá la llevó sólo a ella al Cine Los Angeles a ver “ Fantasía”.
Cuanto más recordaba a su padre, adusto bajo un sombrero antiguo comprando
confites para ella, y viendo una
película de dibujos animados, más recordaba a Charlie con su acento provinciano
que se comía todas las eses de cada palabra. Y cuanto más aparecían esas dos
figuras, se le tapaba más la nariz y las lágrimas se hacían más consistentes,
como las lágrimas de Fra Alberigo, el traidor de la Divina Comedia del que su
mismo padre le contara que, de tan heladas, no dejaban fluir a las otras que
pugnaban por salir, y que eso era el sufrimiento más tremendo que podía sostener
un ser humano. “ ¿ Te imaginás lo que es querer sacar lágrimas nuevas y que las
viejas no te dejen? ¿ Vos te imaginás, Morita?”
El 20 de marzo de 1976, Morita y su padre se despedían en
Ezeiza de la familia gravemente. Machaca estaba enojada por una pollera que
ella había usado sin su permiso, e iba de mala gana. No quiso saludarla con un
beso.
Los demás, sólo parecían figuras de cera en un museo
lúgubre. El único que parecía condolerse, a juzgar por el gesto crispado e
infantil, era Copete. El cagón, el cobarde Copete.
Cuando el avión despegó, supo definitivamente que era una
traidora.